Hace un par de semanas una amiga revisaba uno de mis textos en inglés y me señalaba el error cronológico de que un personaje recibiese postales en 1880.
“¿Había postales entonces? ¿Eran comunes?”, anota en el margen.
Aunque llevo medio centenar de revisiones de este texto, algunas por personas más inteligentes y cultas que yo, esa pregunta no había surgido hasta ahora.
Es curioso cómo distintas cabezas leen un mismo texto de distintas maneras. Es una de los ángulos que más disfruto de mi tarea como escritora. También de los que más aprecio porque soy consciente de que se basa en la generosidad y de que me enseña.
Leyendo entonces sobre el tema, aprendí que la primera postal se envió en torno a 1850 (dependiendo de lo que definamos como postal) y que al principio eran anecdóticas.
No fue hasta 1890 cuando empezaron a popularizarse.
Lo puedes ver aquí.
La primera consecuencia fue que el futuro novio de mi libro tuvo que enviarle “notas”, en vez de postales, a la chica que le gustaba, antes de que la cosa se formalizase en cartas.
También aprendí que, entre las primeras postales, estaban “las francesas”, que no eran otra cosa que fotos de mujeres desnudas.
El porno de la época, vamos.
Aprender todo esto sobre las postales, sobre cualquier tema casi, es delicioso. Tengo uno de los mejores trabajos del mundo.
Puedes ver estas postales aquí.
Mis hijos, ambos nacidos en el siglo XXI, han recibido y enviado postales y han pegado sellos (¡incluso con lengua, en la época AC!) casi por decreto materno. Imagino que de adultos y por deseo propio nunca lo harán. Incluso es posible que les resultase complicado. En muchos sitios ya son difíciles de encontrar.
¿Qué puede hacer un cartoncillo frente a Instagram? Tú sales en la postal, la ortografía es inocua, llega ya y a coste cero.
Pensé que las postales, que a mí me parecían eternas, tienen una vida limitada y nosotros somos testigos de su extinción.
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