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BAÑARSE O COMULGAR

Somos sesenta por ciento agua, así que cuando me sumerjo en el mar no puedo evitar pensar en que una parte de mí regresa a donde tiene que estar, se encuentra en su estado natural y más de la mitad de mis células se funden con el entorno, como la cera de una vela con otra cuando

hay llama de por medio.

Es pleno invierno. Frente a mi ventana ceden bajo el peso de la nieve las ramas de los abetos. Las temperaturas negativas tejen plata sobre los cristales. Queda lejos la última vez que me bañé al aire libre. Lo hago siempre que puedo.

Como le ocurría a Hannah #Arendt, “es una forma de sentirme en casa”. 

Leí esa cita entre otras de esta filósofa mucho más sesudas y voluminosas y me sentí inmediatamente atraída. La humanizaba, hablaba sobre sus gustos, no sobre los nacionalismos, o el exilio, o el odio y además me sentía identificada. Esté donde esté, ese contacto con el agua siempre me lleva al mismo sitio. No en vano, el cerebro es casi un ochenta por ciento agua.

La impredecibilidad y los cambios continuos y bruscos son la nueva norma después de tres décadas de una “larga siesta”, según los politólogos internacionales. Pandemia, confinamientos, vacunaciones masivas, guerra en Europa, golpes de Estado, bandazos políticos, drones armados, inflación desatada, ciberataques… Hemos protagonizado en estos tres últimos años escenas que pensábamos que pertenecían a la ciencia ficción y una detrás de otra, sin tiempo para recomponernos y sacar la brújula.

Quizás por eso valoramos más las constantes: las cosas que nos arraigan y nos dan seguridad. Lo retro, lo interior, lo recuperado, lo que considero que refuerza mi identidad, los míos. 

Todo esto llevaría a profundos análisis, cada uno, un libro. Ahí no quiero entrar ahora porque este texto va sobre el placer de sumergirse, de flotar y no deseo terminar 2022 con una nota oscura.

Sumergirse en el agua natural es una experiencia que nos conecta con nuestro origen, flotando en el interior de otro cuerpo, con la levedad, lo nuevo, moverse, cambiar, renacer, curarse y purificarse, y esto es así desde hace miles de años.

Ya en la Biblia, desde el Génesis a los evangelistas, el agua se usa con ese sentido metafórico de cribar y de dejar atrás lo negativo. Se lavan los pies, las manos, los ojos y solo en el Antiguo Testamento aparece este término casi un centenar de veces.

Son numerosas las leyendas en las que osos, lobos, brujos se sumergen en un río y reaparecen convertidos en algo menos temible. Miles de balnearios en todo el mudo sobreviven por el supuesto poder curador de sus aguas. Los romanos hablaban de salus per aquam, lo que dio lugar al término spa.

Muchas localidades en el mundo ostentan el término “baños” en su nombre (en Alemania hay más de doscientas que empiezan por Bad) porque disponen de manantiales que han atraído la atención desde tiempos prehistóricos o medievales y a los que se atribuyen poderes divinos y milagrosos.

La ciudad de Bath en el Reino Unido, por ejemplo, fue fundada por un príncipe expulsado de la corte por tener lepra y que acaba cuidando una piara. Cuando observa que los cerdos que retozan en un charco salen con la piel libre heridas, decide sumergirse él mismo y reaparece curado, con lo que recupera el trono y hace de esta ubicación la capital de su reino.

	Sumergirse en el agua con otras personas de nuestro entorno puede convertirse en un acto de comunión. Flotamos todos en el mismo medio, nos igualamos, una única agua nos sostiene.

Este verano me bañé con mi hijo mayor en el Atlántico. Él ya nada mejor que yo, soy capaz sin entrar en pánico de dejarlo flotar, desaparecer un segundo tras la pared gris de la ola, alejarse unos metros.

El agua era de un frío placentero, el vaivén nos divertía, su rostro sonriente reaparecía con el pelo partido en gajos brillantes. Los montes se reflejaban y la solidez armónica del agua parecía extenderse sobre la tierra.

	Mi padre me enseñó a nadar a mí, juntos nos bañamos en el mismo océano frente a una costa situada unos segundos y varios centímetros más al sur, siguiendo con el dedo el perfil de la misma orilla sobre el atlas. Ahora yo me bañaba con mi hijo y desde algún punto en ese otro mar que es el cielo, él nos contemplaba.

Unas semanas más tarde me bañé con un grupo de queridas amigas en el Atlántico también, pero a miles de kilómetros: frente a unos acantilados volcánicos y milenarios, bancos de peces ignorándonos desde las profundidades, un agua azul marino de terciopelo sosteniéndonos y uniéndonos, cada una en su sitio, pero todas en el mismo.

Comulgamos.

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