Visitando el museo municipal de Múnich me llamó la atención la exposición de objetos de valor ‘sin dueño’ , de familias que huyeron o fueron exterminadas aquí durante la Segunda Guerra Mundial. Alfombras, cuadros, copas, cuberterías y portarretratos quietos tras las vitrinas como gatos disecados. Destripados del amor que los escogió y les dio sentido, rellenos del serrín del horror.
¿Cómo es posible que esas familias no se dieran cuenta de lo que se les venía encima y dejaron esas cosas tan personales detrás? ¿Por qué no venderlas, empaquetarlas, regalarlas, incluso destruirlas antes?
Ahora me obsesionan los puntos. Los cardinales, los de inflexión, los críticos, los de no retorno, los de apoyo y los finales.
El escritor Stefan Zweig (1881-1942) está entre los que mejor marcaron los puntos cardinales de lo que se les avecinaba. Su libro El mundo de ayer* es una delicia.
Hoy señalo solo párrafos de su capítulo Las primeras horas de la guerra de 1914 (pág 275-303) porque me parecen un espejo en el que mirarnos, inmersos en el conflicto de Ucrania y con un mundo pos-pandémico y pos-volcánico en el que estamos, al borde de creernos el regreso de los dinosaurios, la invasión marciana y que los zombis calientan en la banda.
Zweig, un hombre culto, sensible, cosmopolita, pacífico describe cómo se ve obligado a acortar sus vacaciones en Bélgica en julio de 1914 y experimenta un punto de inflexión cuando su tren se detiene en el campo para dejar paso a un convoy en dirección contraria, cargado con armamento alemán. Lo impensable se está materializando.
“Debía de ser la ofensiva del ejército alemán. Pero quizá -me dije para consolarme- sólo era una medida defensiva, sólo una amenaza de movilización y no la movilización propiamente dicha. Y es que, en momentos de peligro, la voluntad de seguir teniendo esperanza siempre se hace mayor”.
Al entrar de nuevo en su Austria natal se da cuenta de que ha regresado a la guerra. Los jóvenes a su alrededor se están alistando. Sus compañeros solo hablan de la necesidad del conflicto y sus amigos poetas escriben versos que riman con muerto y emergencia. La sociedad experimentaba un punto crítico en el que estaba dejando de reflexionar.
“Aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás”.
“Miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiempos de paz: que formaban un todo... Que participaban en la Historia Universal, que vivían una hora irrepetible y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante ‘yo’ dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo”.
“Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia “desgana de cultura”, el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre”.
“Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico”.
Como el pobre Zweig tuvo que sufrir las dos, no le es posible hacer memoria de la primera guerra mundial sin compararla con la segunda, y de ahí la brillantez de su análisis, en el que nos ofrece el punto de no retorno. Cómo la guerra cambia a la humanidad (para peor).
“La generación de 1939, en cambio, ya no se engañaba. Conocía la guerra. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía que duraría años y más años, un lapso de tiempo insustituible en la vida. Sabía que los soldados no iban al encuentro del enemigo engalanados con hojas de encina en la cabeza y cintas de colores, sino que holgazaneaban durante semanas en las trincheras y los cuarteles, comidos por los piojos, medio muertos de sed, que los harían añicos y los mutilarían desde lejos sin siquiera haber visto al enemigo cara a cara”.
“Ya nadie creía siquiera en la justicia y en la durabilidad de la paz conseguida por medio de la guerra, pues todavía estaba demasiado vivo el recuerdo de todos los desengañados que había traído la última: miseria en vez de riqueza, amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de libertades civiles, esclavitud y bajo la férula del Estado, una inseguridad enervante y una desconfianza de todos hacia todos”.
Lo que me lleva a un punto de apoyo fundamental para desmontar la guerra, cualquier guerra.
“No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental exige entusiasmo por la causa propia y odio al enemigo”.
Zweig se entrega “al servicio del futuro entendimiento mutuo” porque no podía concebir Europa de otra manera y eso lo encumbra a la posición de una almenara.
“Era la guerra de una generación desprevenida y su mayor peligro radicaba precisamente en la fe intacta de los pueblos en la justicia unilateral de su causa”.
Un punto final triste porque Zweig, de exilio en exilio, acabó quitándose la vida en Brasil, “libremente y en plenas facultades” ante la destrucción de su hogar, el espíritu de Europa.
*El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Stefan Zweig. Acantilado. En una maravillosa traducción desde el alemán de J.Fontcuberta y A. Orzeszek.
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