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CAMBIO UCRANIANO


Dimitri tiene diez años, una cara redonda, las pestañas espesas, los dedos finos, las uñas demasiado largas, un gorro de lana gris, una voz recogida y un padre en paradero desconocido en Ucrania. Él y su madre están entre los tres millones de refugiados que han salido del país en tres semanas, según cifras de la ONU.

En la organización de Voluntarios de Múnich les acabamos de encontrar una casa de acogida. Esperan a que les recojan. Su madre aprovecha para ir a buscar unos zapatos a una habitación al fondo del pasillo, donde se almacenan las donaciones de ropa y de artículos de higiene.

Viajan con una mochila y una bolsa de plástico. Abandonaron su casa cerca de Mariúpol hace diez días.

Del exterior entra una luz sepia. Arena saharaui amarillea la nieve alpina por inusuales corrientes de aire. Por la mañana escuché en la radio que hay un equipo de cartógrafos borrando los glaciares que desaparecen de los Alpes, transformando lo que parecía inalterable, la geografía.

Dicen que es la crisis de refugiados más grave en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Al que pierde la tierra bajo sus pies no le importa la dimensión del seísmo. Siempre es enorme, voraz.

El noventa por ciento de los ucranianos podrían caer en la pobreza antes de finales de año, según la ONU.

Dimitri espera callado, sentado sobre la mochila marrón, los dedos enroscados en las asas de la bolsa de plástico, tranquilo. No tiene miedo de estar entre extraños, de no entender nada de lo que se dice a su alrededor en alemán, de perder de vista a su madre durante largos minutos.

Se queda donde ella le dejó, confiado en su regreso.

La espera se alarga un poco más, en esa habitación se apilan cajas y bolsas de camisetas, calcetines, abrigos, faldas, pantalones aún sin clasificar. Dimitri se aburre y se empieza a fijar en mí, en lo que hago, en mis bolígrafos, el móvil, mis gestos.

La nueva familia que busca una acogida entre los miles de personas que se han ofrecido en Múnich ocupa el banco delante de mí y Dimitri se inclina para seguir observando.

Yo también encuentro a Dimitri más interesante en ese momento. La nueva familia soluciona algo con el intérprete y soy incapaz de seguirles en ucraniano (¿o es ruso? Solo entiendo ‘da’ y ‘spasibo’). Sonrío por encima de la mascarilla y le hago un gesto al niño, quien inmediatamente se levanta y se acerca.

“¿Fútbol?”, le digo, en alemán, primero. Luego en inglés. “¿Real Madrid? ¿Barcelona?”, ya me tiro en plancha al español.

Niega con la cabeza. “¿Baloncesto?”. “¿Tenis?”. Los gestos son internacionales. Niega. “¿Piano? ¿Violín?”. Sigo gesticulando. No. “¿Música? ¿Cantas?”. Tarareo. Mi compañero voluntario está más interesado en nuestro intercambio que en las explicaciones al intérprete. No acierto, pero Dimitri espera que le siga preguntando.

Señalo hacia mí y luego sostengo un libro imaginario. “A mí me gusta leer. ¿Qué te gusta a ti?”. El intérprete, al que posiblemente el cambio de idioma al español le ha llamado la atención, me lanza una mirada fugaz.

Me señalo. Pongo mis manos en forma de corazón. Sostengo de nuevo un libro imaginario. “Yo amo leer. ¿Qué te gusta a ti?”.

Dimitri sonríe. Me dice algo que no entiendo. Mira mi boli. Se lo doy y se pone a dibujar sobre el bloque amarillo en el que tomo nota de los nombres y las edades de los refugiados que pasan por allí.

Me sigue hablando mientras dibuja. Un idioma ondulado, me recuerda a un arroyo. Pero no entiendo nada, aunque asiento con la cabeza mientras desliza el boli sobre el papel rayado. Una casa rectangular con dos chimeneas, creo, una casita típica de tejado triangular, un coche. Flechas entre los tres.

Fluye el arroyo y termina: “Lego”.

- ¡Lego! ¿Te gusta el Lego?

- Tak! Lego!

Rebusco en mi mochila. Siempre se queda algo varado dentro, objetos que ocupan poco, casi no pesan y me hacen gracia, o podrían ser útiles. Una piedra es muy habitual, un cristal sedoso rescatado de un río, un lápiz agotado, un dado, una canica, un dinosaurio de alguna chuchería, una chapa de botella con un diseño chulo, una semilla de acacia, una moneda extranjera de las que te cuelan por céntimos. Una figura de Lego.

“Toma, para ti”. Sonríe, pero me la devuelve. El arroyo brota. “¿Te gusta? Si te gusta es para ti”. Corre el agua. El traductor nos mira, pero la mujer que tiene delante, que lleva a los abuelos y a una niña de catorce años a la espalda, le acapara. “De verdad. Quédatelo. Toma, para ti”.

Me mira, contempla el 'ninja' de Lego entre sus dedos alargados, sonríe, cierra la mano y lo guarda en el bolsillo.

Su madre entra. Ha encontrado unos Adidas azules, más pequeños que las botas que Dimitri lleva. Le habla al oído, le acaricia el pelo. Se acuclilla a su lado, guarda los brillantes zapatos en la bolsa de plástico, sigue susurrándole al oído, Dimitri mira hacia la ventana y escucha atento.

Alguien abre la puerta. Su familia de acogida ha llegado. Se levantan hacia la puerta. Dimitri se da la vuelta, se baja la mascarilla y me lanza un beso.

-Dyakuyu. Spasibo.

-Spasibo a ti, Dimitri.

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