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“Múnich. ¡Mira aquí!” Con este título el Archivo de Baviera sacó durante unas semanas en 2020 parte de su fondo de armario a la vista de todos. Imágenes que explican las arrugas en el rostro de esta increíble ciudad alemana. La exposición me impactó. Seguro que hay varios flecos sobre la misma en el blog.

Pero hoy quiero escribir sobre esta pegatina.

Se exponían algunas imágenes previsibles, como la presencia de Adolf Hitler en inauguraciones de edificios históricos en “la capital del movimiento”, o de ruinas tras los bombardeos aliados.

Otras curiosas, como el primer concierto de los Rolling Stones.

El público estaba sentado y vestía chaqueta y corbata, o la manifestación de universitarios contra la guerra de Vietnam en 1967 (un año antes que en muchos países), donde apenas se ven dos o tres mujeres.


Y auténticas joyas, como Kurt Eisner, el líder socialista que declaró la independencia de Baviera y echó a los reyes, caminando por la calle días antes de caer asesinado sobre esa misma acera en 1919, o la quema de libros por los nazis, o niños con las bombas de papel que el ejército alemán lanzó sobre sus ciudadanos para prepararlos.


Pero no quiero escribir sobre esto.


“Invitado/a”, dice la pegatina. La exposición era gratuita y era una forma de billete de entrada y de control. Debido a la covid19, solo se permitían treinta personas en la sala. Quizás porque la exposición muestra cómo la vida y el poder de Múnich se deshace dos veces, después de la primera y sobre todo, después de la segunda guerra mundial.

Un pueblo culto, joven y vitalista se reduce a un montón de escombros.

Los teatros, las iglesias, las bibliotecas, la universidad, las salas de conciertos y de baile, las heladerías, las cervecerías... aplastados por el paso del Gozilla enemigo y restaurador del orden, los aliados.

En la exposición había de hecho una inusual foto en color que muestra los tejados de Múnich durante un bombardeo aliado nocturno. Estas imágenes estaban prohibidas por los nazis.

Múnich arde naranja frente a la noche. Me recordó a Irak, a Siria, a Chechenia.

A otras guerras más cercanas en el tiempo. Otras familias, otras personas, otras mujeres, que vieron como su vida cambió de un mes a otro, de un día a otro. Que lo perdían todo, hasta su identidad.


O quizás fue porque a la salida de la exposición me tomé un burrito y un café en una terraza, rodeada de universitarios, relajados y trabajando a medio gas, como procede en el verano. Me subí a mi bici. Atravesé el Jardín Inglés cerca de uno de los canales del río Isar, abarrotado de bañistas y gente tomando el sol, jugando en el césped.

Celebrando el sol, el agua, el estar con el otro.

Me paré en un semáforo, vi que aún llevaba la pegatina sobre el pecho y pensé que me definía. No como invitada de una exposición, si no como invitada de la vida, donde solo estamos de paso.




**Una versión de este texto salió publicada en la revista ViceVersa Mag de Nueva York en agosto de 2020. Puedes leerlo aquí.

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