En 2020 y aún trastabillando contra la pandemia del coronavirus, Alemania decidió restablecer sus tests anuales de alarmas contra catástrofes. A partir del 10 de septiembre de 2020, un día dorado de verano tardío, todos los segundos jueves de septiembre se realizará un ensayo de veinte minutos a las once de la mañana.
Aún es posible en este primer día de alerta bañarse en los lagos alpinos, quedan fresas y los girasoles brillan. Las mochilas de los escolares aún huelen a plástico, queda arena en las zapatillas y resisten en la repisa los botes de crema solar. Los escenarios en los que estas alarmas serían necesarias parecen lejanos.
Pero en este oscuro 2020, ya no imposibles.
Como merecedores de sirena, el ministerio del Interior lista ataques terroristas, terremotos, envenenamientos masivos, bombardeos, accidentes nucleares y una serie de escenarios revisitados por el cine y las series web en las últimas décadas. No están en la lista, pero imagino que un ataque de zombis, una invasión extraterrestre o la proliferación masiva de gusanos antropófagos o arañas gigantes también moverían la campana.
Entramos en el último cuarto del raro 2020 atomizados, separados en conventículos y conciliábulos. Buscamos mentes orgánicas, donde el injerto de nuestras propias ideas sea posible, hasta el punto en el que nos quedamos solos. Conmigo nunca discuto.
Al mismo tiempo, se rompen círculos que considerábamos sagrados, familias, amigos, compañeros. Ya no podemos abrazarlos, coincidir y sobre todo, bromear. El humor es más poliédrico que nunca. El miedo es una experiencia muy única y nos divide, cada uno lo siente a su manera y de una forma atávica. Todos tenemos razón. Nuestra razón.
El primer día de prueba de las sirenas alemanas, cacareado con anticipación en redes sociales y medios de comunicación para que la gente no entrase en pánico, pasó con decepción.
Si para algo ha servido este día de prueba de las alertas es para demostrar que la mayoría de la población estaría muerta.
No hay sirenas en muchas ciudades germanas desde el final de la guerra fría hace treinta años. Otras no sonaron a tiempo o no se encontró al que tenía que apretar el botón. Algunos informativos no fueron interrumpidos, como estaba prescrito. El cachondeo en Twitter fue generalizado, nadie vivió el escenario que esperaba.
Estos son tiempos de irreverencia: si se cuestionan las ciencias, qué es entonces un deber.
Todos nos sentimos un poco como Nietzsche*, con nuestro paraíso en la sombra de una espada.
La sirena más evidente quizás fue entonces la invisible. La que nos indica que estamos divididos y enfrentados. No nos ponemos de acuerdo ni en la importancia de una alerta.
*Nacidos después muertos es mi libro con Ediciones Rasmia sobre Elisabeth Nietzsche, su hermana.
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